Por PEDRO SABORIDO
A los 6 minutos, los holandeses se organizaron y decidieron que cinco se encargarían de sacarle el balón, mientras que los otros cinco tratarían de partirle la rodilla. Pero Alcides no sólo hacia malabares imposibles con el esférico, sino que, con un loco, grácil y deleitable bailoteo, esquivaba los guadañazos. Tampoco servían los pechazos y empujones que, lejos de hacerle perder el equilibrio, parecían hacerlo mantenerse en el aire.
Un jugador holandés (de apellido Pérez, hijo de algún inmigrante) optó por lanzarle un cross a la mandíbula que Alcides también esquivó; luego aprovechó para empezar un veloz pique hacia el círculo central. A esta altura, los propios compañeros de equipo empezaron a correrlo para quitarle la pelota.
Alcides gambeteaba a veinte jugadores mientras se daba tremendos autopases y hasta tiraba pelotazos al área que, con increíble velocidad, iba a buscar él mismo, parándola de pecho, enfriando el partido, para luego seguir dando rienda suelta a su inusitada habilidad, mientras los jugadores se comían amagues, chocaban entre sí y caían uno arriba del otro formando pequeños montoncitos.
En el minuto 30, cuando parte del público empezaba a abandonar el estadio (“el egoísmo y la falta de sentido de equipo no le hacen bien al fútbol”, fueron las declaraciones del Gordo Satanás, destacado hincha de El Porvenir, conocido por haber hecho volcar un colectivo de la Línea 51 de un cabezazo), el árbitro (Juan Carlos Baglietto, homónimo del artista rosarino) cobró algo poco claro (algún resquicio del reglamento acerca de la retención del balón) y expulsó a Alcides, quien lejos de hacerle caso siguió gambeteando a los jugadores, al árbitro, a los líneas, a los suplentes, al personal policial que empezó a correrlo con sus perros y a parte de la platea baja. Todos corrían por la cancha tras Alcides, quien llevaba dibujada una extraña sonrisa.
De repente la Guardia de Infantería empezó a lanzarle gases. Parte de los que lo marcaban se apartaron, dándole un claro por el que Alcides picó y encaró hacia el túnel. El árbitro vio que la pelota salía y marcó lateral, pero ya a nadie le importaba el partido. Marcado por 1.457 hombres, Alcides se metió en el túnel, pasó por los vestuarios, salió del club y se mandó para la Avenida Pavón. Allí, se sacó de encima 548 hombres con un amague (“Me voy a Temperley”, gritó y encaró para la Capital) y siguió avanzando entre autos y colectivos.
A la altura del puente Pueyrredón, unas 40 mil personas lo corrían (la mitad lo marcaba, la otra lo alentaba) y cruzando el Riachuelo se encontró con tropas de Quinto Blindado de Magdalena, que abrió fuego. Pero Alcides se dio el lujo de esquivar las cargas de los tanques y los obuses, mientras por Montes de Oca ya era seguido por móviles de la televisión que transmitían en vivo la extraña hazaña de este volante que dividía a todo un país: a esta altura se discutía si eso no era la esencia del fútbol, acaso en estado puro, sin resultadismo, con poesía y habilidad para el disfrute de la gente.
Desde un helicóptero, Osvaldo Zubeldía (convocado de urgencia) fue dando indicaciones al personal policial y del ejército, de cómo ir marcándolo y desde qué sectores hacer fuego, para ir corriéndolo a Alcides hacia la Costanera. Lo lograron. De pronto Alcides se vio de espaldas al río, enfrentándose a 70 mil personas, 140 patrulleros, 23 carros de asalto, 7 tanques y un avión Hércules C-130. Hubo un silencio. Alcides paró la pelota y dejó que todas las miradas llegaran a sus ojos. Un teniente fue el primero que dio un paso al frente. Entonces Alcides giró, hizo pasar la pelota sobre su cabeza y saltó la baranda. Y todos vieron cómo se fue picando sobre las aguas del Río de la Plata. Nadie lo siguió. A los 300 metros, lo vieron darse vuelta. Los miró y luego tiró un pelotazo hacia Montevideo y se fue corriendo, siempre sobre el agua.
“Estas cosas pueden ser de Dios o del Diablo. Que a veces se parecen…”, dijo un sacerdote asignado al caso por la Curia Metropolitana. Lo cierto es que nadie entendió bien qué era lo que había pasado ese día.
Llegó dos semanas después a Bélgica. “Creo que tengo un tirón”, dijo al pisar tierra firme. Jugó un par de años en el Galoise de Bruselas, un equipo de la B. Luego se retiró y puso una concesionaria de usados. Le sigue yendo bien.
Pedro Saborido